Pessoa y Porchia: el acto de
creer
Daniel González Dueñas
Un diálogo subterráneo
El azar establece una conexión entre el gran polígrafo lisboeta
Fernando Pessoa (1888-1935) y Antonio Porchia (1885-1968),
el maestro italo-argentino autor de un solo libro de breves
fragmentos a los que llamó voces. Esta relación existe ya
desde los nombres y las cifras: en Lisboa, el 13 de junio, día
en que nació Pessoa, es el día de San Antonio, santo patrono de
esa ciudad; por ello su nombre completo es Fernando Antonio
Nogueira Pessoa. Otra relación es numérica: Pessoa nace el 13 de
junio; Porchia, el 13 de noviembre.
En el mundo de la cultura se han dado frecuentemente otras
conexiones; por dar un solo ejemplo, el lingüista y filósofo
Bernard Fernandez, en un erudito ensayo redactado para la
Universidad París VIII,
atribuye a Porchia una frase de Pessoa: “Pensar es estar enfermo
de los ojos” (originalmente firmada por uno de los heterónimos
de Pessoa, Alberto Caeiro); esa falsa atribución, como sucede
abundantemente en Internet, se ha heredado intacta en otras
páginas.
Lo que el azar indica en este caso es quizás una hermandad en lo
profundo, el diálogo subterráneo de irrepetibles soledades: una
misma dimensión del espíritu. Pero la liga se establece menos
entre Porchia y Pessoa que entre aquél y Bernardo Soares, el
“seudoheterónimo” de Pessoa que es también autor de un solo
volumen, el inmenso e inconcluso Libro del desasosiego.
Soares parece estar describiendo a Porchia en numerosos
fragmentos reunidos en esas páginas, y sobre todo en éste:
La vida es un viaje experimental, hecho involuntariamente. Es un
viaje del espíritu a través de la materia y, como es el espíritu
quien viaja, es en él donde se vive. Hay, por eso, almas
contemplativas que han vivido más intensa, más extensa, más
tumultuosamente que otras que han vivido externas. El resultado
lo es todo. Lo que se ha sentido ha sido lo que se ha vivido.
Uno se recoge de un sueño como de un trabajo visible. Nunca se
ha vivido tanto como cuando se ha pensado mucho.
Quien está en el rincón de la sala baila con todos los
bailarines. Lo ve todo y, porque lo ve todo, lo vive todo.
Puesto que, a fin de cuentas, todo es una sensación nuestra,
tanto vale el contacto con un cuerpo como su visión o, incluso,
su simple recuerdo. Bailo, pues, cuando veo bailar. Digo, como
el poeta inglés, al narrar que contemplaba, tumbado en la
hierba, a tres segadores: “Un cuarto está segando, y ése soy
yo”. [...]
¡Tanto he vivido sin haber vivido! ¡Tanto he pensado sin haber
pensado! Pesan sobre mí mundos de violencias pasadas, de
aventuras tenidas sin movimiento. Estoy harto de lo que nunca he
tenido ni tendré, tedioso de dioses por existir. Llevo conmigo
las heridas de todas las batallas que he evitado. Mi cuerpo
muscular está molido del esfuerzo que no he pensado en hacer.
[...] Duermo lo que pienso, estoy echado andando, sufro sin
sentir. Mi gran nostalgia lo es de nada, es nada, como el cielo
alto que no veo, y que estoy mirando impersonalmente.
La soledad de Soares es gemela de la de Porchia, y ambos
coinciden en una percepción dolorosamente consciente de la
influencia mutua entre el individuo y el universo. Bernardo
Soares exclama:
Si nuestra vida fuese un eterno estar en la ventana, si allí nos
quedáramos, como una voluta de humo suspendida, siempre, siempre
ante el mismo momento del crepúsculo que duele en la curva de
los montes. ¡Si así pudiéramos quedarnos más allá de siempre!
¡Si, al menos, más acá de esa imposibilidad, pudiésemos
quedarnos así, sin emprender ni una sola acción, sin que
nuestros labios pálidos pecasen más palabras!
A través de su síntesis rigurosa (es decir, con un menor pecado
de palabras), Porchia exclama:
Si pudiera dejar todo como está, sin mover ni una estrella, ni
una nube. ¡Ah, si pudiera!
Sin embargo, la soledad de Porchia desborda lo individual:
Mirando las nubes he visto que mi pensamiento no tiene su cuerpo
solamente en mi cuerpo.
También Porchia lo ve todo:
Donde miran mis ojos, están mis ojos que miran.
Sí, son millones de estrellas. Y millones de estrellas son dos
ojos que las miran.
Y, como en toda su obra, Porchia va más allá:
Los ojos que donde miran buscan donde mirar, destruyen donde
miran.
Puedo no mirar las flores, pero no cuando nadie las mira.
Si no creyera que el sol me mira un poco, no lo miraría.
Cuando la noche se canse de mirarme, dejaré de mirar.
Existe, pues, una diferencia esencial cuando ambos autores se
enfrentan a lo inefable. Bajo la personalidad de Bernardo Soares,
Pessoa escribe unas líneas esenciales:
Lo perfecto no se manifiesta. Lo santo llora y es humano. Dios
está callado. Por eso podemos amar lo santo pero no podemos amar
a Dios.
En el extremo opuesto, Porchia exclama:
Dios mío, casi no he creído nunca en ti, pero siempre te he
amado.
Perfección y santidad
La confrontación entre ambas voces desencadena una compleja
serie de repercusiones. Pessoa requiere la manifestación de la
divinidad para poder amarla (sólo se puede amar a lo que se
manifiesta, es decir, a lo imperfecto). No es una cuestión de
creencia, sino de oponer lo perfecto a lo santo. Para Pessoa/Soares,
en Dios no hay santidad sino silencio; sólo lo humano puede
llegar, en sus estadios más altos, a la santidad, que es romper
el silencio a través del llanto. Existe una sutil diferencia
entre guardar silencio, un estadio pasivo e implícito, y callar,
que es activo y explícito porque equivale a una renuncia a
manifestarse. El silencio no parece “lo propio” de la divinidad
(su naturaleza, su característica) sino su decisión: podría
manifestarse, pero calla deliberadamente -al menos respecto a su
criatura. Ésta, con el orgullo de un niño excluido, responde
convirtiendo al acto de ser abandonado en el acto de abandonar a
quien siente que lo rechaza: le retira reconocimiento, niega su
existencia. Si lo humano es lo manifiesto, es decir lo que no
calla, la más depurada manifestación de lo humano es el llanto,
y corresponde a lo único que podemos amar.
En cambio, Porchia no necesita creer para amar. En el ser
humano, creer en algo no manifiesto implica menos al amor que al
miedo: se teme a lo que permanece callado. En el ateo, la
incredulidad es negación: no sólo no cree (postura pasiva), sino
que niega (postura activa); por su parte, el agnóstico, que sólo
cree en la incertidumbre (postura pasiva), también la usa para
una ulterior negación (postura activa): no se puede amar a lo
que no se resuelve (a lo que permanece callado y no se
manifiesta). Porchia toma esa condición esencial (no creer
equivale a negar) y la invierte de modo casi cataclísmico: no
creer no cancela automáticamente al reconocimiento (amar).
En Pessoa hay una dialéctica precisa; ante su mirada se
contraponen perfección e imperfección, lo divino y lo humano;
asimismo queda delimitada la oposición perfecto-santo: la
imperfección divina sería la manifestación (si Dios se
manifestara, si abandonara el silencio, se volvería imperfecto,
es decir, humano: sólo entonces sería amable). Del mismo modo,
la menor imperfección humana corresponde a la santidad (los
seres manifiestos, imperfectos, viven una tragedia, son
resultado de una fatalidad; por tanto, sólo alcanzan su más alto
grado cuando lloran esa esencia trágica y fatal: ello se vuelve
santidad).
Porchia transfigura las balanzas usuales: ante todo, no enfrenta
a dos magnitudes correspondientes, sino a una que es sólo
mayoritaria (“casi no he creído nunca en ti”), con otra
que es total (“siempre te he amado”). El diálogo entre
ambos autores arroja una luz indirecta: es Pessoa quien
introduce el término santidad (“Lo santo llora y es
humano”), pero sin asumirlo. Quien lleva ese término a sus
últimas consecuencias es Porchia, y no porque llora sino porque
es capaz de tomar su mayoritaria incredulidad -que en la
dialéctica usual es negación- y transformarla en la máxima
afirmación, en el total reconocimiento. En principio, podría
interpretarse que Porchia no cree en el concepto usual de la
divinidad (un símbolo en el que encontraría defectos) y que ama
a una magnitud con la que guarda una relación directa (ya sea
con un símbolo de la divinidad interior o con la literalidad de
una esfera superior e inefable). Sin embargo, en cualquiera de
estos casos lo que resalta es que el autor de Voces no
necesita ver para creer, ni creer para amar. Todas las valencias
son invertidas: la santidad humana ya no se limita a ser el
llanto ante una tragedia, sino que se vuelve capacidad de
revelación.
En las religiones mayoritarias, la creencia es condición
indispensable del amor. El santo religioso es el que cree en lo
no-manifiesto, en lo perfecto, en lo callado, y únicamente
porque cree en ello, lo ama. El resto de los seres humanos no
pueden amar directamente a la divinidad, pero -según Pessoa- son
capaces de amar el amor de ese santo: la santidad de éste
consiste precisamente en amar lo que los demás no quieren o no
pueden amar, y es eso lo que lo vuelve amable. Y es posible amar
al santo porque lo que hace es llorar la imperfección humana, en
tanto encarna el lamento ante la fatalidad (“Lo perfecto no se
manifiesta”), el abandono y el ulterior absurdo. El santo llora
porque es humano. La humanidad, imperfecta, se
manifiesta, y su más alta manifestación es el llanto. Si Dios es
el silencio (la no-manifestación), lo humano es el llanto
(son sinónimos manifestación, expresión y lamento). La relación
entre lo humano y lo divino se da a través del santo, porque es
a este último a quien todos aplican el amor, que es
reconocimiento de lo inefable.
El hecho de que Dios no se manifieste se vuelve un tácito
reproche que hace lo perfecto a lo imperfecto, y es casi un
desprecio: ¿por qué la perfección no creó a una criatura
perfecta, con la que podría comunicarse? Sólo si el humano
accediera a la perfección podría comunicarse directamente con la
divinidad. Si la criatura es imperfecta, ello parece implicar
una separación y hasta un rechazo deliberados del Creador: éste
sólo se manifestó en la creación y luego abandonó a la criatura
como si estuviera avergonzado de ella; ¿en qué modo podría ésta
amar a un hacedor que se comporta de esa manera? El silencio se
vuelve divino por naturaleza y, así, toda manifestación humana
no puede sino ser registro de un lamento, casi de una vergüenza.
Resulta imposible amar a una entidad divina que nos avergüenza
de tal modo constante y sostenido, es decir, que a cada instante
nos echa en cara nuestra imperfección a través de su ominoso
silencio. El santo religioso, único capaz de amar a Dios en esas
condiciones, adquiere ese rango menos por santidad que por
heroicidad: es el que renuncia a aquella mínima dignidad humana
(orgullo) que a la mayoría de los mortales impide amar a un
creador que humilla y desprecia de tal modo a su criatura.
Lejos de todo ello y de una manera fragorosa e impensable, el
santo laico que Porchia revela -y encarna- es el que casi nunca
ha creído en lo que no se manifiesta, y sin embargo lo ama. Para
él, el silencio divino no es impedimento y, por lo tanto, ese
silencio deja de ser frontera entre lo perfecto y lo imperfecto.
Ya no hay reproche implícito en el silencio de Dios, ni
vergüenza esencial en las manifestaciones humanas. La expresión
del hombre ya no tiene por fuerza que ser el dolor ante el
desprecio divino. El amor se devela vía directa, acceso
inmediato que no depende de nada exterior a él. Lo fatal se
revela como liberación. El hombre ya no tiene que decir,
dolorosamente, “Soy ateo, gracias a Dios”, porque la creencia
deja de ser renuncia a la dignidad, y la no-creencia deja de ser
negación. Tan humilde como soberbiamente, Antonio Porchia
transforma esa frase en “Soy Dios, gracias a mí”.
Coda. Una paráfrasis
En El amor en tiempos del cólera (1985) de Gabriel García
Márquez se encuentra este párrafo: “Sólo en esas ocasiones, y en
otras de tanta urgencia, [Florentino Ariza] se daba cuenta de la
verdad de una frase que le gustaba repetir en broma: ‘No creo en
Dios, pero le tengo miedo’”.
Tal frase aparece citada de modo irónico (en la vena de “Soy
ateo, gracias a Dios”), y como si se tratara de un refrán o una
sentencia de “dominio público”. El narrador no especifica
claramente si esa frase fue inventada seriamente por el
personaje y le gusta “repetirla en broma”, o si la escuchó en
alguna parte como algo serio que gusta decirse de forma irónica.
Tampoco el autor de la novela se atribuye el refrán y se limita
a presentarlo sin especificar su fuente. Sin embargo,
difícilmente podrá encontrarse esa frase como proverbio o
sentencia en una búsqueda por diversas literaturas populares.
¿Se trata de una falsa atribución y en realidad ha sido creada
por García Márquez? (Se atribuye directamente a éste en las
páginas de Internet dedicadas a reunir máximas y aforismos.) Y
en este caso, ¿puede considerarse una mera “coincidencia” la
cercanía que guarda con la exclamación de Antonio Porchia “Dios
mío, casi no he creído nunca en ti, pero siempre te he amado”?
Una posibilidad intermedia radicaría en definir la versión
incluida en El amor en tiempos del cólera como una
paráfrasis. Bajo este último carácter posible, esa frase ha
resurgido ni más ni menos que en el cine hollywoodense más
ortodoxo y comercial. La película The Usual Suspects, un
thriller dirigido por Bryan Singer en 1995, se basa en
una presencia siniestra que centra el relato desde las sombras,
un mafioso conocido como “Keyser Söze” al que se llega a
identificar con el mal personificado. El poder de este
personaje, convertido en mito en el bajo mundo, radica en no ser
visto. El narrador del filme, un ex-convicto llamado Roger
“Verbal” Kint (Kevin Spacey), afirma:
¿Quién es Keyser Söze? Se supone que es turco. Algunos dicen que
su padre era alemán. Nadie creía que fuera real. Nadie lo vio
jamás o supo de alguien que trabajara directamente para él, pero
cualquiera podría haber trabajado para él sin saberlo. No
saberlo: ese era su poder. El más grande truco del diablo fue
convencer al mundo de que no existe.
Es entonces que “Verbal” cita una frase que supuestamente oyó de
uno de sus cómplices: “No creo en Dios pero le temo” (I don’t
believe in God but I’m afraid of Him), y agrega: “Bueno, yo
creo en Dios y la única cosa que me asusta es Keyser Söze”.
Resulta verosímil imaginar que Christopher McQuarrie, autor del
intrincado guión de la película, se inspiró en García Márquez y
no directamente en la voz de Antonio Porchia. En todo
caso, debe hablarse aquí menos de una paráfrasis que de una muy
exacta y reveladora inversión: en la cultura norteamericana la
frase I don’t believe in God but I love Him (“No creo en
Dios pero lo amo”) sería insulsa porque plantea al amor como
algo independiente de la creencia, y porque creer y amar son
actos insignificantes. Esa cultura no sólo coincide con Pessoa/Soares
en cuanto a que el ser humano no puede amar a lo que no se
manifiesta, sino que va mas allá: el no manifestarse es
precisamente la característica de aquello a lo que más se teme.
En cambio, la exclamación I don’t believe in the devil but
I’m afraid of him (“No creo en el diablo pero le tengo
miedo”) resultaría estremecedora para la mentalidad
estadounidense y sería de inmediato reconocida como “verdad
innegable”, porque el miedo no es sólo independiente de la
creencia, sino mucho más poderoso que ella. El fundamental acto
humano ya no es, como observa Pessoa, amar a la santidad (el
santo es quien ama a aquello que los demás son incapaces de
amar), sino temer a lo diabólico (es decir, a lo que todos son
capaces de reconocer como sustento del mundo).
Según la tabla de valores que rige al materialismo
norteamericano, el universo es aterrador independientemente de
que los individuos crean o no en esa “verdad”, porque no
necesitan creer (intelecto sublimado en creencia y luego en fe):
les basta sentir (visceralidad cerrada al intelecto e incluso al
sentimiento). Creer es un acto de la conciencia, tan insulso
-relativo, subjetivo- como el amor individual, mientras que el
pánico es un acto del instinto, tan estremecedor -absoluto,
objetivo- como el terror colectivo. La realidad equivale al mal;
la irrealidad, al bien.
Según Bernardo Soares, “lo perfecto no se manifiesta”: el
Creador perfecto abandona a su criatura imperfecta. Y mientras
que “Dios está callado”, “lo santo llora y es humano”: el santo
sacrifica su dignidad de criatura rechazada (el orgullo herido
que comparten todos sus semejantes) y ama al Creador a pesar de
que éste calla y no se manifiesta. El santo podría amar en
silencio, esto es, optar por no manifestarse para asumir, por
analogía, el acto divino de callar. Sin embargo, esto sería
hybris: puesto que “lo perfecto no se manifiesta”, lo imperfecto
se manifiesta. Todos los seres humanos se manifiestan de muy
diversos modos todo el tiempo, pero la manifestación del santo
es precisamente la más alta, la más humana: el acto de llorar.
Lo que lo hace santo es, entonces, tanto el amor (al amar, da
reconocimiento a la divinidad aunque éste no sea recíproco) como
la renuncia al orgullo del resto de las criaturas. A la vez, son
sus lágrimas las que lo vuelven humano. Por su parte, las demás
criaturas -para seguir con Pessoa-, que son incapaces de amar
directamente al Creador despectivo, aman el lamento del santo y
es este amor el que les confiere humanidad (“Por eso podemos
amar lo santo pero no podemos amar a Dios”).
En este punto la modernidad se separa de Pessoa: la relación que
se concibe ya no es con lo inefable sino con lo oculto, y
ya no se establece a través de la santidad y el lamento, sino de
lo diabólico y su característica esencial, el ruido. El hombre
moderno crea un símbolo del poder que, a diferencia de lo que
suele atribuir a Dios, no sólo se manifiesta sino que no deja de
hacerlo en ningún momento, y no sólo no abandona al hombre sino
que lo acompaña, impulsa y retribuye. La santidad es
reconocimiento de un sentido cósmico; lo diabólico es negación
del sentido a través de lo inmediato. Por eso la modernidad
puede temer a lo diabólico sin tener que creer en el diablo.
Quien dice “No creo en el diablo pero le tengo miedo” está
manifestando su indirecto convencimiento de que “el más grande
truco del diablo fue convencer al mundo de que no existe”. Es
una manera indirecta, y aún más orgullosa, de decir “No creo en
Dios pero le tengo miedo”, porque implica una compleja maniobra:
la de que el más grande truco del hombre fue convertir a lo
inefable (que puede recibir diversos nombres: Dios, el universo,
lo perfecto, lo invisible, lo trascendente) en símbolo del
silencio y el abandono, y al diablo en símbolo opuesto (el ruido
incesante, la constante compañía) para que este último
convenciera al mundo de que sólo el mal existe. En efecto, el
decálogo del imperio que rige a la modernidad no cree en el
diablo pero lo ama. Qué violenta e impensable inversión, pues,
la de quien se atreve a decir, con tan aparente sencillez, “No
creo en Dios pero lo amo”.
La filosofía práctica estadounidense cree menos en el bien que
en Dios, y menos en el diablo que en el mal. De ahí que tantos
evangelistas en la Unión Americana digan que no temen a Dios en
el sentido de tenerle pavor sino en aquel que “sugiere” la
Biblia, es decir, el temor como respeto y éste como “principio
de la sabiduría”. Pero se trata de aquella “sabiduría” que no es
otra cosa que el reconocimiento del Mal con mayúscula como
fundamento de lo humano. El hecho de no creer se vuelve
expresión de la máxima creencia, bien ejemplificada por la
aparentemente sencilla frase de aquel personaje de la película:
“Creo en Dios pero a lo único que temo es al Mal” (el motor de
las sociedades es el miedo; todo lo demás, como creer en Dios,
en la patria, en la democracia, etcétera, se aceptan como
cuestiones meramente rutinarias). Para esta mentalidad, la
creencia y la no-creencia son tan sinónimos entre sí como lo son
Dios y el diablo: a lo único que se respeta es al Mal,
sabiduría difundida por Hollywood en todos y cada uno de sus
productos -aunque más bien debería decirse “infundida”, puesto
que es así como el poder se impone: a través del miedo (se teme
a lo que permanece callado y oculto en las sombras).
El Creador parece haber rechazado a su criatura, de la que se
separó por medio de imponer una distancia por demás deliberada;
a modo de correspondencia, y asimismo de venganza, la criatura
también pone voluntariamente sus distancias: afirma no creer en
la divinidad, aunque agrega con una sonrisa amarga que le teme.
¿Qué está diciendo a nivel simbólico? En un cierto nivel, podría
afirmar que teme a los excesos de una invención (Dios como el
símbolo manipulado para sustentar las devastaciones religiosas,
los imperialismos e inquisiciones apoyadas en el dogma). En otro
nivel, podría estar diciendo que su temor le sugiere que sí
existe aquello que su creencia niega (o que para fundamentar el
miedo basta la mera sospecha de que “en una de esas” sí podría
existir lo negado, en la medida misma del énfasis invertido en
esa negación). En cualquiera de estos casos, de todos modos la
relación que establece con el universo es el miedo. Qué lejos de
esto se mantiene la fuente original: la la serena y potente
voz de un hombre que fue capaz de desentenderse de esa
“sabiduría” según la cual el bien es un insulso y rutinario
patiño del Mal, y que colocó la luz amorosa antes de todas esas
insulsas oscuridades que forman la “sabiduría cotidiana”
fomentada por el poder.
NOTAS
Bernard Fernandez: “L’Homme et le voyage, une
connaissance éprouvée sous le signe de la rencontre”, en
Question, Albin Michel, París, 1999. El autor
corrigió el error en sucesivas reimpresiones.
Fernando Pessoa: Libro del desasosiego de Bernardo
Soares, Seix Barral, Barcelona, 1984; Emecé, Buenos
Aires, 2000.
Antonio Porchia: Voces reunidas, Pre-Textos,
Valencia, 2006.
Gabriel García Márquez: El amor en tiempos del cólera,
Diana, México, 1985; Sudamericana, Buenos Aires, 1987.
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