Breve disquisición acerca de las redes y los peces que lograr
burlar el cerco de las mismas
Edgardo Nieves-Mieles
Los
científicos literarios se empeñan en ubicarme en la Generación
del 80. Así que, comenzaré por sacarme la molestosa piedrecilla
del zapato y dejar meridianamente claro que el asunto de las
etiquetas culturales, alambradas y demás guardarrayas del
oficio, no me hace muy feliz. Como instrumento de estudio me
resulta un mal necesario que ha cobrado una vigencia desmedida
en la crítica literaria hispánica. Coincido con nuestra valiosa
Nilita Vientós Gastón, quien calificaba a los escritores por sus
cualidades, no por escuelas, promociones, generaciones o grupos.
Los hacedores de la cultura no deben ser calificados por los
gremios que frecuentan, ni por su postre favorito, ni por el
tipo de cine que se les antoja ver. Tal método de clasificación
taxonómica para agrupar acólitos y establecer colindancias cruzó
los mares como herramienta historicista gracias a la herencia
legada por Ortega y Gasset. Demasiadas historias de la
literatura hispanoamericanas han sido estructuradas a partir del
engendro popularizado por el castizo tío y sus acólitos. (¿No
fue él acaso quién acuñara el “yo soy yo y mi circuncisión”?
Quizá por ello un filósofo más silvestre y divertido postulara
humildemente que “de generación en generación, nos seguimos
degenerando”.)
A menudo el resultado de su aplicación parece un impreciso
catálogo de nombres, cifras y etiquetas para parcelar la
producción literaria de cada país. Dejo caer la mirada hacia el
norte y noto que a los asépticos gringos jamás se les ocurrió
postular que Chandler o Kerouac pertenecieron a tal generación,
que Carson McCullers o Flannery O’Connor a tal otra. Mientras
que del frío lado europeo, los franceses nunca ubicaron a Sartre
como miembro de la generación del 30 ni a Camus como de la
promoción del 40. Otro mucho más allá de las ruinas del Muro de
Berlín, los rusos tampoco intentaron encajonar a los camaradas
Tolstoi o Chejov en ésta o aquella generación. Todos ellos
acuñaron otras monedas menos rígidas y más imaginativas: fulano
es parte los “surrealistas”, zutano de los “beatniks”, perencejo
de los “existencialistas”.
Me permito saltar las alambradas de los géneros con esta
digresión que no es lo mismo, pero es igual: ¿qué decir de la
pintoresca etiqueta de más reciente factura puesta de moda en
Castilla la vieja para distinguir la obra de los poetas que
versan sobre su íntimos aconteceres: “poesía confesional”? Cada
vez que tropiezo con el adefesio, se me inunda el pensamiento
con el ceño fruncido de las monjas, el adusto rostro de palo del
cura y el perfume a santidad que asociamos con el confesionario.
Me aventuro a aseverar que semejante embeleco cruzó los mares en
una travesía a la inversa: zarpó desde Boston gracias a los
estudiosos de la obra de Robert Lowell. Cuando hablamos (o
escribimos) acerca de las obras de Baudelaire, Blake, Cavafis,
Cummings, Molina, Orozco, Pessoa, Vallejo o Whitman, ¿a qué
generación solemos vincularlos?
Creo que al estudiar la literatura contemporánea es necesario
revisar el andamiaje crítico armado por jerarquías emblemáticas
y/o canonizadas y canonizantes; crear otros métodos de
investigación más precisos, menos conflictivos. A veces resulta
que los cítricos (sic), por haberse refugiado en la atmósfera de
pecera climatizada de las universidades y la academia, pierden
contacto con la vida cotidiana de nuestros congéneres. (Mal
también inherente en los señores “editorpes” que almacenan sus
dinerito$ en la nube 9.) Esto les incapacita para acercarse sin
distancia prudente a lo que alrededor nuestro ocurre. (Simón
dice que en las grandes alturas el aire se torna irrespirable.)
No me va quedando otra que hacerle coro a Eduardo Mateo
Gambarte, quien, en El concepto de generación literaria,
comenta: “el método generacional de estudio empobrece y
simplifica, cuando no desvirtúa la obra de cada autor, niega
evoluciones personales, uniforma y anula la variedad de tonos y
cantos convirtiendo la literatura en un vehículo monotemático,
monótono, uniforme y, en resumidas cuentas, falso”. Si nos
regimos por este pie forzado y usamos el tieso criterio de
agrupar autores según sus fechas de nacimiento, ¿dónde quedarían
narradores cuyas poéticas escriturales son claramente cónsonas
con las de colegas de más reciente hornada: Giorgiana Pietri
(1945), Marta Aponte Alsina (1945), Daniel Martes Pedraza
(1949), Ángela López Borrero (1951) y Carmen Zeta (1955)?
Voy todavía más lejos y hacia aguas más profundas y peligrosas:
¿cómo es posible que, al pasar juicio sobre nuestra poesía,
coloquemos a Lilliana Ramos Collado y a Roberto Net Carlo como
miembros de la generación del 70 y a Edgar Ramírez Mella en la
del 80, cuando éste último nació 4 meses antes (junio de 1954)
que los primeros dos? ¿Qué decir entonces de Servando Echeandía
y Arnaldo Sepúlveda, nacidos ambos en 1956 e identificados con
el quehacer de la llamada Generación del 70? ¿No es esto confuso
y conflictivo?
Por si esto fuera poco, se me ocurre preguntar cómo, partiendo
del antediluviano sistema “generacional”, se las arregla la
crítica para ubicar una obra escasa pero de indiscutible riqueza
y magnitud como la de José Ma. Lima, nacido en 1934, y cuyo
libro La sílaba en la piel es una joya que no verá la luz
pública hasta 1982, 48 años después de su nacimiento. Aquí
corroboramos que el concepto generación es demasiado poroso y,
como bien dice Vicente Quirarte: “Toda red es susceptible de
permitir el escape de algunos peces”.
Además, otro de los rasgos esenciales postulados por ese
artrítico método es el antagonismo generacional. ¿Por qué, en
lugar de anteponer una visión belicosa para examinar los
antecedentes de nuestra escritura y la relación entre los
autores de una y otra camada, no hacerlo con genuino interés
conciliatorio, deponiendo las armas y el fronte de guapo de
barrio, dejando atrás complejos edipales y temores saturninos de
que nuestros mayores nos devoren? (No en vano el célebre Octavio
Paz sentenció que “después de Freud no leemos con los
mismos ojos a Sófocles”.) Por otro lado, existen rasgos
y elementos estilísticos particulares y consustanciales a la
obra de escritores de primeros grupos que permanecen vivos y que
son utilizados y asimilados por los más jóvenes. Ocurre también
que (“todo lo que se mueve, cambia”) escritores del grupo mayor
han ido evolucionando técnicas, planteamientos y preferencias
temáticas a tono con la voluble actualidad y que pueden resultar
comunes a miembros de las más jóvenes cofradías. Esto complica
el de por sí delicado asunto, pues no podemos aseverar a ciencia
cierta si las transformaciones en la poética de los mayores
ocurre a partir de las innovaciones de la obra de los más
jóvenes. (Claro, sería también absurdo pretender escamotear la
posibilidad de la influencia de nuevos modelos extranjeros. No
olvidemos que la cultura es una maravillosa membrana osmótica.)
Para ilustrar mi molestia con la dudosa eficacia del concepto “generación”,
tomemos, por ejemplo, el caso de Enrique A. Laguerre y su obra.
No dejará de incomodarme la rigidez que implica categorizar como
miembro de la Generación del 30 a un autor que continuó
publicando novelas a través de su vida hasta poco antes de morir
a la edad de 99 años. Más allá de reconocer su gran habilidad
para retratar la realidad histórico-social puertorriqueña y las
pesadas y predecibles estructuras de varias de sus últimas
novelas, no poseo elementos de juicio suficientes para sopesar
responsablemente las aportaciones de Laguerre. Sin embargo,
puedo aseverar que, distanciado de las circunstancias del diario
vivir del campesinado tratadas usualmente en gran parte de su
obra, el prolífico mocano se esforzó por incorporar a su
narrativa temas de actualidad como el feminismo, la
homosexualidad, la santería y la medicina naturista.
La mirada de doble filo de Ana Lydia Vega le permite subrayar
con el donaire sandunguero inherente a su escritura que “El
concepto de generación literaria, confunde más de lo que aclara.
Los escritores no escriben durante una sola época sino durante
toda su vida útil. (…) Víctor Hugo escribió su novela cumbre
Los miserables después de los 70 años y Marguerite Duras la
muy celebrada El amante a sus 70. Entonces, cabría
preguntarse por qué la obra de un escritor tendría que
conformarse a unas definiciones y características que tal vez
pudieron haber marcado una primera etapa de su creación pero
que, en etapas posteriores, han quedado superadas, modificadas o
hasta desmentidas. La Magali García Ramis de Felices días,
tío Sergio es y no es la misma autora de Las horas del
sur. El Juan Antonio Ramos de Papo Impala está quitao
es y no es el mismo autor de El libro de la rabia. La
Rosario Ferré de Papeles de Pandora es y no es la misma
autora de The House on the lagoon. Hay continuidad y
ciertamente hay también ruptura dentro de la trayectoria vital
de una misma obra literaria”. Pulsando esa misma cuerda, Vega
concluye que “La literatura es un proceso tan fluido que no
admite parcelaciones temporales”. Que “el esquema generacional
puede ser útil para la enseñanza puesto que las épocas sí marcan
--y en ocasiones dramáticamente-- el trabajo de un escritor.
Pero el privilegiar ese solo aspecto de algo tan complejo como
el proceso creativo tiende a erigir un muro de prejuicios que
termina por ocultar el carácter único e inimitable de cada voz
literaria. Las generalizaciones así difundidas predeterminan la
lectura, marginan a los autores y contribuyen a la congelación
en el tiempo de las obras estudiadas, a su suspensión en un
pasado mítico situado en la remota y nebulosa era de los
orígenes”.
Y puestos a escoger, por sintonía y afinidad de carácter, me
sigo sintiendo a mis anchas junto al grupo de estudiantes de la
Universidad de Puerto Rico-Río Piedras que veló sus primeras
armas literarias en torno a las revistas Filo de Juego y
Tríptico. Es decir, Rafael Acevedo, Belia Segarra, Juan C.
Quintero, Mario Rosado Aquino, Israel Ruiz Cumba, Mayra Santos
Febres, Zoé Jiménez Corretjer, Michelle Dávila, Rubén A. Moreira
y Alberto Martínez Márquez, entre otros. Por esa época también
cultivé la amistad entrañable de otros jóvenes poetas (gracias a
la Providencia, hasta ahorita nos sigue rindiendo) a quienes
conocí en un taller de poesía: Marisol Pereira, Madeline Millán
y Daniel Torres. De todas maneras, rosas (amarillo pollito, por
favor). |