La copa de
adelfazar de Diana Ramírez de Arellano
Manuel Lasso
¿No
han caminado alguna vez por un Cementerio de joyitas literarias?
¿No han hundido los pies en el suelo arenoso del camposanto, sin
saber que debajo de la superficie, como restos arqueológicos, se
encuentran enterrados algunos alcorcíes de oro inscritos con
versos, símiles y metáforas?
Así sucedió con los desdichados poemas de Emily Dickinson que
estuvieron sepultados en el Panteón del Olvido por varias
décadas, como si se tratase del tesoro extraviado de un
naufragio milenario, hasta que alguien los rescató y los dio a
conocer al mundo. Lo mismo ocurrió con las cartas que Micaela
Bastidas, en sus horas de terror deslumbrante, le enviara a
Túpac Amaru antes de su descuartizamiento y con gran parte de la
correspondencia que Manuelita Sáenz, desde su rechinante catre
de campaña, junto con una encomienda de cajas de manjar blanco y
una bufanda de lana de vicuña, le remitiera con nostalgia al
Libertador don Simón Bolívar.
Hoy pasé por este camposanto de joyeles y sin saber la razón,
apresurado y en desasosiego, con desbordante alegría, escarbé en
la arena, extrayendo raicillas y piedrecillas, hasta que
encontré un libro cubierto de polvo, cuyas tapas coloradas como
las hojas encarnadas del flamboyán del verano, emergieron poco a
poco. Lo levanté para remover la capa del olvido que llevaba
encima y leí el título: Del señalado oficio de la muerte (1), de
Diana Ramírez de Arellano. Sin saber aún el motivo continué
excavando, con el mismo alborozo, casi lastimándome los dedos al
hacerlo y otro libro apareció en la arena. Tenía la tapa color
grosella y estaba ilustrada con la imagen de una mujer vestida a
la moda del 1900, con un sombrerito adornado con plumas y
semillas, bebiendo el zumo de una larga copa de vidrio. Era el
Adelfazar (2), de la misma autora. Observé sus páginas resecas
por el salitre, pero aún con las brillantes letras negras del
antiguo papel amarillo. Leí con el deleite de quien al abrir un
libro penetra en el mundo prodigioso que el escritor ha creado,
como sucede cuando se lee a un Rimbaud, a una St.Vincent Millai
o a un Pessoa y me fui enterando acerca de ella y de su obra
literaria.
Poeta de alto vuelo lírico y defensora de los derechos
femeninos, Diana Ramírez de Arellano perteneció a la generación
del 50 y fue una de las voces germinales de la poesía
puertorriqueña en la diáspora, junto con Francisco Matos Paoli y
Juan Antonio Corretjer. Estudió filología románica en España y
recibió el grado de doctor en la Universidad Complutense de
Madrid. Asistió a clases y a conferencias magistrales junto con
Alfonsa de la Torre, el delicado Cisne de Cuéllar, a quien le
gustaba refugiarse en los pinares o en la biblioteca médica de
su padre para escribir mejor; con Carmen Conde, la simpática y
apasionada gallego-murciano-lorquina, quien con su voz grave y
dulce, al lado de Antonio Oliver, compuso un poemario sobre su
agitado viaje de Marruecos a Cartagena; y con Josefina Romo
Arregui, la poeta del rostro madrileño y el carácter
inconfundiblemente vasco, quien fuese su mentora por mucho
tiempo.
Diana Ramírez de Arellano, la poeta laureada de Puerto Rico, la
del rostro redondo y pelo corto, exhalando aromas de perfumes
finos, tenía la sonrisa incesante, el hablar interminablemente
vertiginoso y la alegría que sólo pueden producir un conjunto
musical de güiros, maracas, cuatros y tiples. Era ella la que
solía decir con ojos ardientes: “Es que para mí, toda mi gloria
se encuentra en la poesía.” Y de España pasó a dictar cátedra en
el City College de la ciudad de Nueva York, donde entre Juegos
Florales y talleres literarios formó liderezas en el Programa de
la Maestría. Fiel a sus principios, con una banda color lila en
el brazo, tomó la palabra para defender los derechos de las
mujeres de todos los tiempos. Alineó esta labor docente y su
misión feminista con la creación literaria y sus libros de
poesía fueron apareciendo publicados por diferentes editoriales
a lo largo de los años.
Dejemos que Cesáreo Rosa-Nieves nos complete la imagen de la
vate: “Diana Ramírez de Arellano es, hoy por hoy, una de las
grandes poetisas de Iberoamérica dentro de la estética actual.
Alma andariega, pluma inquieta… Su vida se mueve entre Nueva
York, España y Puerto Rico.” (3) A pesar de su apariencia
necrológica, el poemario Del Señalado oficio de la muerte es una
obra que contiene un erotismo velado y casi imperceptible. No
sigue la tradición hamletiana de Jorge Manrique ni discurre por
los caminos trágicos del ingenioso pensamiento unamuniano. Se
refiere más bien a la muerte del deseo sexual ardiente y voraz.
En su obra existe una evolución del tánatos doloroso de la
poesía post-romántica de Gabriela Mistral y de la literatura
heroica y comprometida de Clemente Soto Vélez hacia el erotismo
tardío de fin de siglo y apunta con ojo diestro hacia una
búsqueda existencial, objetiva y filosófica; abre el camino
hacia lo sensual y luego hacia lo conceptual. Va de la muerte a
la vida y de ésta a la idea. Detrás de las fibras del mascarón
multicolor y atrayente de la muerte traviesa y sonriente y de su
religiosidad omnipresente se encuentran escondidas las gotas
brillantes del eros femenino, sus voces y sus gestos.
Su fuerza poética es más poderosa que cualquier ornamento
silencioso. Nos informa, casi con brutal delicadeza, conforme
vamos leyendo. Es que Diana, como Hepatía y Eloísa, también amó
a un hombre, al poeta Pedro Salinas. Recordaría de él sus
observaciones lúcidas como las de un Antonio Machado, de un José
Hierro o de un Salvador Espriú y su cabellera entrecana y
ondulada de antiguo noble de Navarra, contrastando con el cielo
azul del Caribe; y la mirada dulce de Taino que él adoptaba
cuando le rozaba las mejillas con unos dedos que olían a tabaco.
Rememoraría también sus besos con sabor a bacalaíto y su mano
pesada y caliente acariciándole la garganta a orillas de la
playa del Condado, mientras le recitaba suavemente al oído un
poema de Federico García Lorca.
De acuerdo con los mandatos misteriosos, insondables e
infalibles del Zodíaco el romance estaba destinado a ser breve y
fatal. Cuando Pedro murió cerca de la Puerta del Sol, como
sucumbieron los hombres en los tiempos de Goya y Lucientes,
levantando un brazo, mostrando el pecho y dando vivas por
España, su gemido final se confundió con el ruido del tráfico
vehicular. Su mano pesada y velluda cayó sobre el pavimento y
sus bigotazos negros removieron el polvo de la acera. A Diana
que escribía un soneto en ese momento en Centerport le pareció
que se moría junto con él.
No le quedó otra opción que aceptar el sacrificio de su instinto
maternal y enterrarlo en un lote abandonado del Camposanto del
Deseo y celebrar el duelo junto a sus allegados con los opíparos
platillos del banquete funerario.
Todos los poetas del mundo lo celebran de idéntica manera. Todos
son iguales, porque los une la misma humanidad, aunque estén
separados por sus bienamados regionalismos. A propósito de
gastrotextos se podría afirmar que Sor Juana Inés de la Cruz lo
celebraba comiendo sus taquitos con una delicadeza que lindaba
en lo artístico y que Diana Ramírez de Arellano lo hacía
saboreando el mofongo o percibiendo el aroma del sofrito del
arroz con pollo, que son los manjares de la Isla. Y Adelfazar es
un gastropoema porque tanto el ron inebriativo como el tósigo
maléfico, para ser eficaces, tienen que ser ingeridos por la via
oral.
Adolorida por la partida de su ser querido Diana Ramírez de
Arellano inventó una flor venenosa y mortal. No se trató del
jacarandá, de la maga o de las trinitarias, sino de la flor
mítica Adelfazar, monodelfo de estambres soldados, signo de la
novia frente al altar. La palabra Adelfazar, que es un
neologismo, está destinada a simbolizar el dolor que se siente
al producirse una desgracia. Es una metáfora mortal; un símil
del sobrecogimiento. El suplicio sufrido por la muerte de un ser
querido es como beber de un zumo de Adelfazar. El efecto
devastador que se causa al ingerir el líquido ponzoñoso de esta
copa, como se ilustra en la tapa del libro, solo se puede
comparar al efecto producido por una tragedia en el espíritu
humano.
Representa también el juego de palabras que la poeta usa como
artificio en todo el libro. Son dos vocablos, adelfa y azar, que
se encuentran dispersos por todas las páginas, recordándonos de
su significado. Es la flor que tiene cinco siglos de haber
venido de la península ibérica, presuponiendo la diseminación en
América de las diversas sangres de España, lo que engendró una
raza cósmica que se vivifica y se remoza con las añadiduras y
que ahora nos entrega su nueva fuerza sexual y creadora.
Así, Diana Ramírez de Arellano nos ofrece una nueva idea
universal que nos atañe a todos porque es una condición de la
que nadie se puede escapar. Si hay un sentido figurado en esta
obra es el de beber de una copa de Adelfazar cada vez que ocurra
una desgracia.
Pero la que fue fiel a sus principios, la que ayudó a
estudiantes y allegados con sus conocimientos literarios y con
la mortificada sinceridad de sus bolsillos, fue la que se
abstuvo de tener descendencia, la que se privó del placer
inefable de la maternidad para no deformar ni escindir su
feminidad. Fue también la que en algún momento no pudo dejar de
realizar el último rito inevitable de todo ser humano. En un día
de primavera, en una cama del Sloan Kettering Memorial Hospital,
como en su momento lo hizo Julia de Burgos, exhaló el último
suspiro y dio el postrer espasmo de sus dedos de versificadora.
El final de una vida bien vivida, al que tanto se rehuye,
completa la biografía de un artista, la redondea y la totaliza.
Mientras aquel no ocurra el recuento de su existencia permanece
inconcluso. Al respecto Pedro López-Adorno nos dice:
“Su obra, que en vida de la poeta recibiera poca atención
crítica, aunque la persona fuera motivo de numerosos (y
justificados) reconocimientos, exige ahora a raíz de su muerte,
acaecida el 30 de abril de 1997, en la misma ciudad que la vio
nacer, una relectura y revaloración…” (4)
Siendo así que nos encontramos bien acompañados en el umbral de
un nuevo milenio, percibiendo mutuamente nuestras presencias en
esta dimensión virtual, mientras nos paseamos como al principio
sobre la superficie llena de mala hierba y piedrecillas de este
Cementerio de joyitas literarias, distinguiendo el melodioso
alboroto de los coquís, ¿no me podrían ayudar a excavar otra de
sus obras, otra de las alhajas que por aquí cerca se encuentran?
NOTAS
1. Ramírez de Arellano, Diana. Del señalado oficio de la
muerte. Ediciones: Ateneo Puertorriqueño de Nueva York.
Nueva York y Madrid. 1977.
2. Ramírez de Arellano, Diana. Adelfazar. Ediciones
Torremozas, S.L. Madrid. 1995.
3. Rosa-Nieves, Cesáreo y Melón, Esther M. Biografías
Puertorriqueñas. Troutman Press. 1970.
4.
López-Adorno, Pedro. “Diana Ramirez de Arellano”.
Tercer Milenio
# 1. Año IV. Otoño 1997. |